Conflictos y políticas públicas
Los recientes conflictos ligados al sector minero-energético en Sicuani y en Tacna nos vuelven a mostrar dos problemas sociales recurrentes en el Perú de la última década. Por un lado, está el deficiente funcionamiento de canales y mecanismos institucionales de diálogo. En la mayoría de los casos, el descontento y las demandas son visibles con anterioridad al desarrollo del conflicto, pero el Gobierno pareciera escuchar y responder solo a partir de la protesta violenta. Así, se corre el riesgo de institucionalizar la violencia como mecanismo efectivo de conseguir respuestas de un aparato estatal que, de otra manera, luce como ausente o sordo.
Por otro lado, en los conflictos del sector se aprecia la ausencia de interlocutores regionales y nacionales con poder de representación que puedan articular la diversidad de demandas sociales y proponer políticas alternativas. Prácticamente, cada conflicto genera su propio pliego de reclamos y su conjunto de grupos de interés que, aunque unidos coyunturalmente en «comités de defensa», prefieren establecer negociaciones directas con comisiones de «alto nivel», es decir, con ministros o viceministros de Estado. En este escenario, el Gobierno tiene que lidiar con una multiplicidad de demandas particulares y actores políticos locales que, además, compiten entre sí por la atención estatal.
Así, cada proyecto extractivo puede propiciar sus propias demandas, interlocutores políticos y conflictos particulares, incidiendo en una fragmentación de un escenario político en constante movilización, lo que, definitivamente, no ayuda a la estabilidad del país.
El Estado peruano ha hecho esfuerzos para mejorar los mecanismos de consulta y participación en las áreas de influencia de los proyectos mineros y energéticos. Asimismo, ha asignando mayores recursos, vía canon o fideicomisos, a las localidades donde se ubican dichos proyectos con el fin de facilitar su desarrollo. El problema, en mi opinión, radica en supeditar dichos esfuerzos al desarrollo extractivo. El diseño de mejores políticas de participación y redistribución no debe responder a las necesidades de un sector económico, y menos de un proyecto específico, sino a las necesidades y prioridades de la sociedad nacional en su conjunto.
El reto es crear espacios de diálogo permanente entre el Estado y la sociedad organizada con los mecanismos que favorezcan la consolidación de mediaciones políticas efectivas y de representaciones regionales y nacionales, así como establecer políticas de redistribución con criterios más sociales que territoriales, que busquen generar alianzas más que competencia entre las poblaciones beneficiarias.